El ruido nunca ha perseguido a Leo Ponzio ni Leo Ponzio nunca ha perseguido el ruido. Su carácter lo definen sus rasgos rosarinos. Tranquilo, familiar, aquietado y melancólico en el habla. En la raíz no deja de ser un chico de campo, apasionado de los ranchos y los caballos, el mismo que nació hace 29 años en Las Rosas, un pueblo a 90 kilómetros de Rosario, en la provincia argentina de Santa Fe, de origen italiano y español y dedicado la explotación del vacuno y al cultivo de soja y maíz. Ponzio es sosegado y con la sangre algo más templada que la media argentina. Posiblemente, por eso pueda parecer que cruza la temporada de puntillas por el Real Zaragoza. Pero no es así. Sin que apenas lo hayan publicitado los altavoces y los titulares, Ponzio se ha elevado como el reducto espiritual del equipo. Su principal fuente de energía y ánimo. Y también como piedra angular del entramado táctico de Javier Aguirre. La exprimidora del mejicano ha extraído los mejores jugos de varios futbolistas desde su llegada. Contini, Jarosik, Bertolo, Boutahar... Son algunos de los rendimientos mejorados por Aguirre. La serie la completa Ponzio, a quien el técnico ha reposicionado en el lugar para el que nació Leo, ese pivote intermedio entre la defensa y la línea de volantes que tanto barre, apoya y batalla. Su partido ante el Getafe, hasta que debió retirarse por culpa de una herida delicada, fue sobresaliente. Lo coronó un gol, el gol 2.600 de la historia del Real Zaragoza, un disparo martilleado que evocó al Ponzio de siempre, al del remate kilométrico. Fue el séptimo gol en Primera División del argentino con el Real Zaragoza desde que aterrizó en verano de 2003. De esos siete goles, seis brotaron desde fuera del área, todos en prácticamente el mismo jardín del campo, en el perfil derecho de la periferia del área rival.
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